Skògarfoss, Dyrholaey y Vik, miércoles 29 de agosto.

Por la mañana, desayunamos en el comedor y charlamos con la chica a cargo de la casa de huérpedes (o guistihús), de cómo se ven los islandeses como un pueblo prácticamente sin pasado. Los cambios han sido tan rápidos, que todo es nuevo en Islandia. La distancia a Reykjavik es aun lo suficientemente corta como para ir y volver todos los días a estudiar, trabajar, etc.

Partimos finalmente hacia Skògar. Por el camino, nos paramos a dar una vuelta en los alrededores de una cascada, Seljalandfoss, que cae de una gran altura y que se puede rodear por debajo. Damos un paseo por los alrededores. El agua cae de una especie de planicie elevada, y hay numerosas caídas de agua. La ladera es bastante empinada, aunque se forman una especie de peldaños que nos intrigaron todo el viaje. Las ovejas "montaraces" los aprovechaban para caminar a lo largo de la ladera.

Esta cascada está en el comienzo de la carretera que va hacia Pórsmörk, lugar ensalzado en las guías, pero que requiere un 4x4 para llegar. Es uno de los momentos en los que pensamos que quizá habría sido mejor encarar el viaje de otra manera.

Pronto alcanzamos Skògarfoss. La cascada es espectacular. Cae de la misma cadena montañosa que las anteriores, pero la cantidad de agua y la anchura son mayores. Hay un camino que serpentea hasta lo alto del margen izquierdo, convirtiéndose pronto en escalinata excavada en la tierra y formada por tablones de madera. Nos dirigimos hacia arriba y, a mitad de camino, empieza a llover. Eso no nos detiene y subimos a lo alto de la escalera. En la bajada, JP resbala, se cae y se pone perdido. Abajo, nos dirigimos hacia el pie de la cascada, donde llega la llovizna del agua que salpica.

Después de asearse un poco en los lavabos del camping que hay al pie de la cascada, vamos a visitar el museo Byggdasafnid Skógum , con gran cantidad de artículos de la vida diaria, aperos y herramientas, incluyendo unos patines para hielo hechos con hueso, ataduras de pene de buey, una barca de pesca y comercio donde se aventuraban el siglo pasado los navegantes en las travesías con un pasaje de hasta casi 20 personas.

Quizá la parte más interesante del museo sean las casas islandesas de distintas épocas que jalonan el edificio principal y en las que se aprecia la rudeza de la vida del pasado del país. A veces de piedra, otras de madera proveniente del mar, vemos catres, almacenes, cocinas, en fin, todo, incluso una escuela con mapas de principios de siglo.

Después, emprendemos camino hacia el siguiente punto. El trayecto bordea el glaciar Mýrdalsjökull, y vemos las masivas lenguas de hielo que parecen desbordan la corona de montañas que el hielo centenario llena y rebosa.

Dyrholaey

Llegamos a la reserva de aves marinas de Dyrhólaey, enclave mágico por su paisaje volcánico junto al mar colonizado por multitud de aves. Desde allí se aprecian ya, a lo lejos, las rocas de los trolls cercanas a la población de Vik. Se trata de unas rocas que salen del mar, a semejanza de dedos de una mano gigantesca y que se dice son trolls que, sorprendidos por la luz del sol, quedaron convertidos en piedra.

Playa negra en Dyrholaey

Los paisajes son espectaculares: playas de arena negra, formaciones rocosas de basalto y lava solidificada, de formas caprichosas y con muchos contrastes debidos a la forma y composición de las rocas, entrantes caprichosos del mar, farallones de roca plagados de nidos de gaviota. El viento sopla fuerte y el agua, en ocasiones, se eleva al chocar con fuerza con la roca. Hacemos unas cuantas fotos. Es un lugar bastante visitado por los turistas. Incluso llegó un autobús. Vemos colimbos, fulmares y diferentes tipos de gaviota.

Finalmente seguimos camino hacia Vík-í-Mýrdal, donde pasaríamos la noche. Buscamos el hotel allí, aunque después nos enteramos de que está unos kilómetros más adelante.

Nos hospedamos en el

Salimos a cenar y, después de la cena, en la gasolinera de Vik, a base de cordero, damos un paseo por la playa. Es una playa de arena negra, interminable, de gran belleza. Aquí y allá, descansan los fulmares acurrucados en la arena, como si estuvieran incubando. Unos aletean unos metros para alejarse cuando pasamos cerca de ellos aleteando como si quisieran echar a volar, cosa que les debe de resultar en extremo dificultosa. Otros, simplemente, giran el cuello y abren el pico entre temerosos y amenazantes. Algún todoterreno recorre también la playa. A nuestra espalda se aprecian, desde aquí más próximos y monumentales, las rocas de los trolls, aunque su tamaño queda ridiculizado por el impresionante macizo de la costa, que forma altos acantilados entre Vík y Dyrhólaey.
Anterior Arriba pág. 3/8 Siguiente