Madrid - Reykjavik, lunes 27 de agosto.

Volamos con Icelandair, en vuelo directo Madrid-Keflavik, de 4 horas 20 minutos. Como Islandia tiene horario GMT constante todo el año, hay dos horas menos, y llegamos a las 17:30. Recogemos la documentación (mapas, vouchures, etc.) y el coche en el mostrador de Avis, un Opel Astra.

La agencia islandesa es:


Nos dirigimos a la laguna azul (Blaa Lón) por un paisaje espectacular de lava relativamente reciente, recubierta de líquenes y alguna gaviota volando en círculos bajo un cielo plomizo. No hay árboles, salvo un pequeño grupo apiñado en una ladera refugiada del viento. El único contraste a la interminable planicie de lava es alguna colina escarpada de color verde intenso.

A punto de llegar, distinguimos unas fumarolas blancas, que tomamos por géiseres, pero que se revelaron, con la cercanía, emisiones de vapor de una central geotérmica. Un agua turbia, de un azul celeste intenso se aprecia desde la distancia. Llegamos al aparcamiento del centro, enmarcado en un paisaje gris oscuro, de piedra volcánica porosa. La Laguna cierra en agosto a las 21h, por lo que tenemos tiempo de sobra para dar una vuelta antes de decidirnos a probar.

En el interior hay una tienda de productos de belleza y aseo, un café-autoservicio y el alquiler de toallas, etc. para gente olvidadiza como nosotros. Un gran ventanal ofrece vistas de la laguna, donde hay muchos bañistas sumergidos hasta el cuello. No es de extrañar, pues hace frío fuera, al menos así nos parece a nosotros, aún no acostumbrados a la temperatura de la zona, unos 10ºC y con alguna racha de aire que baja bastante la sensación térmica. Al fondo, hay una puerta que da al exterior. Salimos al entarimado que rodea la laguna e incluso subimos por una escalinata para tener una mejor perspecticva. Desde arriba se observa que han separado la laguna de la zona de emisiones de agua de la central. Hay bastantes bañistas, e impresiona verlos entrar, andando unas decenas de metros a la intemperie por una alfombra que conduce a la escalera de entrada. El agua despide un olor sulfuroso notable aunque llevadero.

La laguna en sí es artificial, de unos dos metros de profundidad según dicen, aunque en la práctica sea bastante menos: en torno a uno veinte. El viento, en ocasiones, levanta nubes de vapor que ocultan el paisaje.

Alquilamos las toallas y entramos. Nos dan unas pulseras magnéticas, con las que se pueden realizar compras en el interior: bebidas, chucherías; así como cerrar las taquillas, etc.

El procedimiento de higiene obliga a ducharse con jabón, sin bañador, antes de entrar en cualquier piscina, así como descalzarse antes de entrar en el vestuario y medidas de índole similar.

Una parte pequeña de la laguna está a cubierto, con una cascada-ducha artificial. Posiblemente, en lo más crudo del invierno, los menos aguerridos, principalmente turistas, entren en la parte descubierta desde ahí.

Tras caminar por la alfombra los metros que separan la puerta de la piscina, la entrada en el agua por la escalera genera el conflicto entre la prisa por protegerse del frío y lo resbaladizo de los escalones, a pesar de ser de madera. Una vez dentro, la sensación es muy placentera. El fondo tiene tierra y todo tipo de sustancias químicas que acompañan al agua en su viaje a la superficie. El persistente olor sulfuroso no llega a ser desagradable, y empiezas a dirigirte al centro de la laguna, hasta que alguna corriente más cálida, demasiado, te hace replantearte tus intenciones iniciales de cruzar la laguna. Esta es amplia, y cuenta con varios recodos. En uno de ellos, tras pasar bajo un puente, se encuentra otra escalera que conduce a una gruta que hace las veces de baño turco.
Mientras tanto, algunos vigilantes están atentos a cualquier percance.

Los lugareños suelen ir embadurnados de potingues varios, en cara y pelo, ya que este agua reseca mucho la piel y el pelo, por lo que recomienda aplicar previamente un acondicionador. De cualquier forma, es toda una experiencia.

Salimos después de un buen rato, ya decididos partidarios de la actividad, y entendiendo que mucha gente venga de la capital, a unos 40 min. en coche, después del trabajo, sólo para darse un baño relajante.

Conduzco hasta Reykjavik, siempre respetando los límites de velocidad: 50km/h. en ciudad, 80 km/h en carreteras no asfaltadas y 90km/h en las asfaltadas. La carretera discurre por la costa, y desde ella se observa Reykjavik en medio de la bahía.

Llegamos al hotel :

Hotel City Reykjavik ***
Ranargata 4a
Tel. 5111155.

Es bastante céntrico, aunque está en una calle muy tranquila. La mayoría de las calles están jalonadas por parquímetros, no así la nuestra, fuera de la "zona azul". El hotel es sencillo, un tres estrellas ya con bastantes años pero bien conservado. Los baños, al parecer en todo Islandia, tienen una ducha, sin bañera. Las camas cuentan todas con un edredón, doblado para usarse a modo de saco.

La ciudad está muy despejada, con espaciosas aceras, jardines, casas de poca altura y muy poco tráfico, salvo en ciertos puntos y a ciertas horas, como a la de salir por las noches -sobre las once. Los conductores respetan bastante las normas, pero están un poco locos, y de vez en cuando se oyen los chirridos de las ruedas de frenazos, acelerones, giros bruscos...

Ya es tarde y muchos locales han cerrado. No así el McDonald, salvavidas del viajero aún no hecho a las costumbres locales. Después de saciar el hambre, paseamos por la ciudad, viendo los escaparates, bien provistos en general, pero mostrando una moda bastante "pasada". Nos decimos: "Zara va a arrasar".

La ciudad es muy limpia, y está plagada de turistas: ingleses, americanos, franceses, alemanes, italianos, escandinavos... aunque los lugareños se empiezan a hacer notar a eso de las once, agolpándose todos en la calle de los comercios, con sus deportivos, todoterrenos...
 
Arriba pág. 1/8 Siguiente